El trabajo decente es un Derecho Humano y Social, “el trabajo decente es aquella ocupación productiva que es justamente remunerada y que se ejerce en condiciones de libertad, equidad, seguridad y respeto a la dignidad humana”. (1)
El trabajo decente es más que un propósito, es el Derecho de las personas a ejercer efectivamente su condición de ciudadanos.
¿Qué sucede en este sentido con nuestro quehacer profesional? ¿Cómo se configura nuestra praxis profesional en las precarias condiciones laborales actuales? Pero, ¿qué implica lo anterior si nosotros, en tanto trabajadores que vendemos nuestra fuerza de trabajo, sufrimos las repercusiones de un sistema que nos explota, pero al cual ayudamos a solventarse?” (2). Peor aún, ¿cómo se entiende o clasifica el trabajo que no es rentado? Espacios donde muchas veces somos convocados los trabajadores sociales. Si se cumpliera con las normas internacionales del trabajo, con empleos dignos y bien remunerados, elegidos con libertad, con protección, y dónde el diálogo social sea la base de sustentación, reflejarían el aumento del bienestar y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Para ello es necesario consolidar un modelo de crecimiento donde el empleo sea un objetivo de la política económica.
En los noventa, la trayectoria del mercado laboral de nuestro país es una evidencia de que el empleo no fue un objetivo. Por el contrario, la precariedad y la destrucción de puestos de trabajo son un síndrome de la última década y la reconstrucción de esas heridas en la estructura social y productiva requiere de políticas de empleo sostenidas y orientadas por los criterios que se enuncia la noción de trabajo decente.
Por el contrario, como venimos señalando, estamos lejos de alcanzar dicha categoría. Más bien asistimos al escenario del trabajo indecente, el trabajo visto como fuerza mercantilizada que se ha enfrentado a numerosas transformaciones dentro del escenario nacional e internacional.
Su ejercicio es fuente y espacio de contradicciones que ponen en tensión tanto al trabajador, en su constitución individual (construcción de identidad), como a la configuración estructural de las condiciones laborales existentes, en el marco de nuevas relaciones sociales, que tienden a reproducirse históricamente.
De este modo, la creación y definición de las relaciones sociales que construyen las identidades individuales y colectivas se ven fuertemente permeadas por un contexto laboral exigente, inestable e impersonal, que afecta directamente el desarrollo pleno de las expectativas, proyectos y capacidades de los sujetos. El subempleo, la contratación a honorarios o part.-time, las jornadas laborales indefinidas o la existencia de un sistema de seguridad social deficitario para el trabajador y su familia (entre muchos otros), son factores estructurales estrechamente ligados a la particularidad de los espacios laborales, que se ven absorbidos por estas estrategias de mercado.
A propósito de estas condiciones, el trabajo se va precarizando para convertirse en un producto más rentable para el capital, creando mecanismos de sobrevivencia avasalladores, que ponen en riesgo incluso su propia fuente de riqueza: la mano de obra. En este contexto, los trabajadores deben acomodarse a los requerimientos del mercado, perfeccionando sus capacidades, con el fin de convertirse en un trabajador “competente” y con ello también (e inevitablemente) “competitivo”.
Al mirar este panorama, no podemos dejar de preguntarnos por nuestra propia profesión, enfrentándonos a una discusión necesaria y escasamente abordada. Si bien diariamente nos relacionamos (o intervenimos) con sujetos-trabajadores que experimentan las transformaciones laborales enunciadas, a veces no nos percatarnos de que nosotros mismos, como trabajadores sociales, también estamos insertos en estas condiciones que tensionan directamente nuestra praxis profesional.
Los trabajadores sociales estamos incluidos en la matriz de las contradicciones laborales y, por ende, también de aquellas por las cuales se reproduce el sistema vigente con mayor fuerza. Nuestro tradicional papel como intermediarios entre el Estado y los sectores populares nos ubica como los principales implementadores de las políticas públicas que, como diría Carlos Montaño (2001), aún siendo una conquista de las clases trabajadoras, resultan instrumentos privilegiados de legitimación y consolidación del orden hegemónico.
El Estado es el primero en reproducir el trabajo en negro, en ‘ningunear’ al trabajador social en tanto no considera su condición de asalariado y sigue proponiendo innumerables puestos a cambio de promesas de inserción laboral. Esto es inaceptable y ansiamos la hora en que cada uno de nosotros pueda decir no a voluntariados, pasantías no rentadas, intervalos de ocupación precaria y entendamos de una vez por todas que no es decente, ético ni digno.
El trabajo no rentado no es trabajo, es indecente, es aceptar que denigren la profesión, es dejar que nos descalifiquen, que ni siquiera vendamos nuestra fuerza de trabajo, es ponerse en un lugar de sumisión y servidumbre, lugar que ningún ser humano merece… ¿por que deberíamos aceptarlo nosotros?
El momento que vivimos es un momento lleno de desafíos. Hoy como nunca es preciso tener coraje para enfrentar el presente. Es preciso resistir y soñar. Es necesario alimentar los sueños y concretarlos día a día, teniendo como horizonte nuevos tiempos más humanos, más justos y más solidarios. (3)
El trabajo decente es más que un propósito, es el Derecho de las personas a ejercer efectivamente su condición de ciudadanos.
¿Qué sucede en este sentido con nuestro quehacer profesional? ¿Cómo se configura nuestra praxis profesional en las precarias condiciones laborales actuales? Pero, ¿qué implica lo anterior si nosotros, en tanto trabajadores que vendemos nuestra fuerza de trabajo, sufrimos las repercusiones de un sistema que nos explota, pero al cual ayudamos a solventarse?” (2). Peor aún, ¿cómo se entiende o clasifica el trabajo que no es rentado? Espacios donde muchas veces somos convocados los trabajadores sociales. Si se cumpliera con las normas internacionales del trabajo, con empleos dignos y bien remunerados, elegidos con libertad, con protección, y dónde el diálogo social sea la base de sustentación, reflejarían el aumento del bienestar y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Para ello es necesario consolidar un modelo de crecimiento donde el empleo sea un objetivo de la política económica.
En los noventa, la trayectoria del mercado laboral de nuestro país es una evidencia de que el empleo no fue un objetivo. Por el contrario, la precariedad y la destrucción de puestos de trabajo son un síndrome de la última década y la reconstrucción de esas heridas en la estructura social y productiva requiere de políticas de empleo sostenidas y orientadas por los criterios que se enuncia la noción de trabajo decente.
Por el contrario, como venimos señalando, estamos lejos de alcanzar dicha categoría. Más bien asistimos al escenario del trabajo indecente, el trabajo visto como fuerza mercantilizada que se ha enfrentado a numerosas transformaciones dentro del escenario nacional e internacional.
Su ejercicio es fuente y espacio de contradicciones que ponen en tensión tanto al trabajador, en su constitución individual (construcción de identidad), como a la configuración estructural de las condiciones laborales existentes, en el marco de nuevas relaciones sociales, que tienden a reproducirse históricamente.
De este modo, la creación y definición de las relaciones sociales que construyen las identidades individuales y colectivas se ven fuertemente permeadas por un contexto laboral exigente, inestable e impersonal, que afecta directamente el desarrollo pleno de las expectativas, proyectos y capacidades de los sujetos. El subempleo, la contratación a honorarios o part.-time, las jornadas laborales indefinidas o la existencia de un sistema de seguridad social deficitario para el trabajador y su familia (entre muchos otros), son factores estructurales estrechamente ligados a la particularidad de los espacios laborales, que se ven absorbidos por estas estrategias de mercado.
A propósito de estas condiciones, el trabajo se va precarizando para convertirse en un producto más rentable para el capital, creando mecanismos de sobrevivencia avasalladores, que ponen en riesgo incluso su propia fuente de riqueza: la mano de obra. En este contexto, los trabajadores deben acomodarse a los requerimientos del mercado, perfeccionando sus capacidades, con el fin de convertirse en un trabajador “competente” y con ello también (e inevitablemente) “competitivo”.
Al mirar este panorama, no podemos dejar de preguntarnos por nuestra propia profesión, enfrentándonos a una discusión necesaria y escasamente abordada. Si bien diariamente nos relacionamos (o intervenimos) con sujetos-trabajadores que experimentan las transformaciones laborales enunciadas, a veces no nos percatarnos de que nosotros mismos, como trabajadores sociales, también estamos insertos en estas condiciones que tensionan directamente nuestra praxis profesional.
Los trabajadores sociales estamos incluidos en la matriz de las contradicciones laborales y, por ende, también de aquellas por las cuales se reproduce el sistema vigente con mayor fuerza. Nuestro tradicional papel como intermediarios entre el Estado y los sectores populares nos ubica como los principales implementadores de las políticas públicas que, como diría Carlos Montaño (2001), aún siendo una conquista de las clases trabajadoras, resultan instrumentos privilegiados de legitimación y consolidación del orden hegemónico.
El Estado es el primero en reproducir el trabajo en negro, en ‘ningunear’ al trabajador social en tanto no considera su condición de asalariado y sigue proponiendo innumerables puestos a cambio de promesas de inserción laboral. Esto es inaceptable y ansiamos la hora en que cada uno de nosotros pueda decir no a voluntariados, pasantías no rentadas, intervalos de ocupación precaria y entendamos de una vez por todas que no es decente, ético ni digno.
El trabajo no rentado no es trabajo, es indecente, es aceptar que denigren la profesión, es dejar que nos descalifiquen, que ni siquiera vendamos nuestra fuerza de trabajo, es ponerse en un lugar de sumisión y servidumbre, lugar que ningún ser humano merece… ¿por que deberíamos aceptarlo nosotros?
El momento que vivimos es un momento lleno de desafíos. Hoy como nunca es preciso tener coraje para enfrentar el presente. Es preciso resistir y soñar. Es necesario alimentar los sueños y concretarlos día a día, teniendo como horizonte nuevos tiempos más humanos, más justos y más solidarios. (3)
Subcomisión de Asustos Laborales
[1] Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social. “Trabajo decente: significados y alcances del concepto. Indicadores propuestos para su medición.
[2] Revista Síntesis, www.revistasintesis.cl. Valparaíso, Chile.
[3] Iamamoto Marilda. “El Servicio Social en la Contemporaneidad. Trabajo y formación profesional”, Ed.Cortez, Brasil, 2003, pág.29.